¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD?
RICARDO FLORES MAGÓN
I
Inclinado sobre el arado,
regando con su sudor el surco que va abriendo, trabaja el peón, a la par que
entona una de esas tristísimas canciones del pueblo, en las que parece
condensarse, sumarse, toda la amargura que la injusticia social ha venido
acumulando por siglos y siglos en el corazón de los humildes.
Trabaja el peón y canta,
al mismo tiempo que piensa en el jacal donde los suyos le esperan para tomar,
reunidos, la pobre cena. Su corazón se inunda de
ternura pensando en sus hijitos y en su compañera, y, alzando la vista para
observar la disposición del sol en aquel momento, con el fin de adivinar la
hora que pueda ser, percibe, a lo lejos, una ligera nubecilla de polvo, que,
poco a poco, se va haciendo más grande a medida que más se acerca al lugar en
que él se encuentra.
Son soldados de
caballería que se le aproximan y le preguntan: ¿Tú eres Juan?, y al
recibir respuesta afirmativa, le dicen: Ven con nosotros; el Gobierno te
necesita. Y allá va Juan, amarrado como un criminal, camino de la ciudad,
donde le aguarda el cuartel, mientras los suyos quedan en el jacal encadenados
a morirse de hambre o a robar y a prostituirse para no sucumbir.
¿Podría decir Juan que la
Autoridad es buena para los pobres?
II
Hace tres días que Pedro
recorre, ansioso, las calles de la ciudad en busca de trabajo. Es buen
trabajador; sus músculos son de acero; en su rostro cuadrado, de hijo del
pueblo, se refleja la honradez. En vano recorre la ciudad en todos sentidos
pidiendo a lo señores burgueses que se tomen la molestia de explotar sus
robustos brazos.
Por todas partes se le
cierran las puertas; pero Pedro es enérgico y no desmaya, y, sudoroso, con los
finos dientes del hambre destrozándole el estómago, ofrece, ofrece, ofrece sus
puños de hierro, con la esperanza de encontrar un amo que, caritativamente,
quiera explotarlos. Y mientras atraviesa la
ciudad por la vigésima vez, piensa en los suyos que, como él, sufren hambre y
le esperan ansiosos en la humilde pocilga, de la que están próximos a ser
expulsados por el dueño de la casa, que no quiere esperar por más tiempo el
pago de la renta.
Piensa en los suyos ...
y, contraído dolorosamente el corazón, con las lágrimas próximas a rodar de sus
ojos. aprieta el paso, pretendiendo encontrar amos, amos, amos ...
Un polizonte lo ha visto
pasar, repasar y volver a pasar la calle en que está apostado guardando el
orden público, y, tomándole por el cuello, lo conduce a la más cercana
estación de policía, donde lo acusa de vagancia. Mientras él sufre en la
cárcel, los suyos perecen de hambre y de frio, o se prostituyen o roban para no
morir de hambre.
¿Podrá decir Pedro que la
Autoridad es buena para los pobres?
III
Santiago, contentísimo,
se despide de su compañera. Va a pedir al dueño de la hacienda la parte que,
como mediero, le corresponde de la abundante cosecha que se ha levantado. El hacendado saca libros,
apuntes, notas, vales, y, después de hacer sumas, restas, multiplicaciones y
divisiones, dice a su mediero: Nada te debo; por lo contrario, tú me debes a
mí por provisiones ropa. leña, etc.
El mediero protesta, y
ocurre a un juez pidiéndole justicia. El juez revisa los libros, apuntes,
notas, vales, y hace sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, y condena al
mediero a pagar su deuda al hacendado, y a pagar las costas y gastos del
juicio. La compañera,
contentísima, sale a encontrar a Santiago con el hijo menor en brazos, creyendo
que traerá bastante dinero, pues la cosecha ha sido espléndida; pero palidece al
ver que corren abundantes lágrimas por las tostadas mejillas del noble
trabajador, que llega con las manos vacías y el corazón hecho pedazos. El hacendado había hecho
las cuentas del Gran Capitán, y el juez se había puesto, como siempre, del lado
del fuerte.
¿Podría decir Santiago
que la Autoridad es buena para los pobres?
IV
En la pequeña estancia,
saturada la atmósfera de humo de petróleo y de tabaco, Martín, el inteligente
agitador obrero, dirige la palabra a sus compañeros. No es posible tolerar por
más tiempo la inicua explotación de que somos objeto -dice Martín echando hacia
atrás la cabeza melenuda y bella como la de un león-. Trabajamos doce, catorce
y hasta dieciséis horas por unos cuantos centavos; se nos multa con cualquier
pretexto para mermar más aún nuestro salario de hambre; se nos humilla,
prohibiéndosenos que demos albergue en nuestras miserables viviendas a nuestros
amigos o a nuestros parientes, o a quien se nos dé la gana; se nos prohíbe la
lectura de periódicos que tienden a despertarnos y a educarnos. No permitamos
más humillaciones, compañeros; declarémonos en huelga, pidiendo aumento de
salario y disminución de horas de trabajo, así como que se respeten las
garantías que la Constitución nos concede.
Una salva de aplausos
recibe las palabras del orador; se vota por la huelga; pero, al día siguiente,
la población obrera sabe que Martín fue arrestado al llegar a su casa, y que
hay orden de aprehensión contra algunos de los más inteligentes de los obreros.
El pánico cunde, la masa obrera se resigna, vuelve a desplomarse y a ser objeto
de humillaciones.
¿Podría decir Martín que
la Autoridad es buena para los pobres?
V
Desde antes de rayar el
alba, ya está Epifania en pie, colocando cuidadosamente, en un gran cesto,
coles, lechugas, tomates, chile verde, cebollas, que recoge de su pequeño
huerto, y, con la carga a cuestas, llega al mercado de la ciudad a realizar su
humilde mercancía, con cuyo producto podrá comprar la medicina que necesita el
viejo padre y el pan de que tienen necesidad sus pequeños hermanos. Antes de que Epifanía
venda dos manojos de cebollas, se presenta el recaudador de las contribuciones
exigiendo el pago en nombre del Gobierno, que necesita dinero para pagar
ministros, diputados, senadores, jueces, gendarmes y carceleros. Epifanía no
puede hacer el pago y su humilde mercancía es embargada por el Gobierno, sin
que el llanto ni las razones de la pobre mujer logren ablandar el corazón del
funcionario público.
¿Podría decir Epifanía
que la Autoridad es buena para los pobres?
VI
¿Para qué sirve, pues, la
Autoridad? Para hacer respetar la ley que, escrita por los ricos o por hombres
instruidos, que están al servicio de los ricos, tiene por objeto garantizarles
la tranquila posesión de las riquezas y la explotación del trabajo del hombre. En otras palabras: la
Autoridad es el gendarme del Capital, y este gendarme no está pagado por el
Capital, sino por los pobres.
Para acabar con la
Autoridad debemos comenzar por acabar con el Capital. Tomemos posesión de la
tierra, de la maquinaria de producción y de los medios de transportación.
Organicemos el trabajo y el consumo en común, estableciendo que todo sea de la
propiedad de todos, y entonces no habrá ya necesidad de pagar funcionarios que
cuiden el capital retenido en unas cuantas manos, pues cada hombre y cada mujer
serán, a la vez, productores y vigilantes de la riqueza social.
Mexicanos: Vuestro porvenir está en
vuestras manos. Hoy que el principio de Autoridad ha perdido su fuerza por la
rebeldía popular, es el momento más oportuno para poner las manos sobre la ley
y hacerla pedazos; para poner las manos sobre la propiedad individual,
haciéndola propiedad de todos y cada uno de los seres humanos que pueblan la
República Mexicana. No permitamos, por lo
tanto, que se haga fuerte un Gobierno. ¡A expropiar sin
tardanza! Y si por desgracia sube algún otro individuo a la Presidencia de la
República, ¡guerra contra él y los suyos!, para impedir que se haga fuerte, y,
mientras tanto, a continuar la expropiación.