sábado, 10 de diciembre de 2016

¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD?

¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD?
RICARDO FLORES MAGÓN
I
Inclinado sobre el arado, regando con su sudor el surco que va abriendo, trabaja el peón, a la par que entona una de esas tristísimas canciones del pueblo, en las que parece condensarse, sumarse, toda la amargura que la injusticia social ha venido acumulando por siglos y siglos en el corazón de los humildes.
Trabaja el peón y canta, al mismo tiempo que piensa en el jacal donde los suyos le esperan para tomar, reunidos, la pobre cena. Su corazón se inunda de ternura pensando en sus hijitos y en su compañera, y, alzando la vista para observar la disposición del sol en aquel momento, con el fin de adivinar la hora que pueda ser, percibe, a lo lejos, una ligera nubecilla de polvo, que, poco a poco, se va haciendo más grande a medida que más se acerca al lugar en que él se encuentra.
 
Son soldados de caballería que se le aproximan y le preguntan: ¿Tú eres Juan?, y al recibir respuesta afirmativa, le dicen: Ven con nosotros; el Gobierno te necesita. Y allá va Juan, amarrado como un criminal, camino de la ciudad, donde le aguarda el cuartel, mientras los suyos quedan en el jacal encadenados a morirse de hambre o a robar y a prostituirse para no sucumbir.
¿Podría decir Juan que la Autoridad es buena para los pobres?
II
Hace tres días que Pedro recorre, ansioso, las calles de la ciudad en busca de trabajo. Es buen trabajador; sus músculos son de acero; en su rostro cuadrado, de hijo del pueblo, se refleja la honradez. En vano recorre la ciudad en todos sentidos pidiendo a lo señores burgueses que se tomen la molestia de explotar sus robustos brazos.
Por todas partes se le cierran las puertas; pero Pedro es enérgico y no desmaya, y, sudoroso, con los finos dientes del hambre destrozándole el estómago, ofrece, ofrece, ofrece sus puños de hierro, con la esperanza de encontrar un amo que, caritativamente, quiera explotarlos. Y mientras atraviesa la ciudad por la vigésima vez, piensa en los suyos que, como él, sufren hambre y le esperan ansiosos en la humilde pocilga, de la que están próximos a ser expulsados por el dueño de la casa, que no quiere esperar por más tiempo el pago de la renta.
 
Piensa en los suyos ... y, contraído dolorosamente el corazón, con las lágrimas próximas a rodar de sus ojos. aprieta el paso, pretendiendo encontrar amos, amos, amos ...
Un polizonte lo ha visto pasar, repasar y volver a pasar la calle en que está apostado guardando el orden público, y, tomándole por el cuello, lo conduce a la más cercana estación de policía, donde lo acusa de vagancia. Mientras él sufre en la cárcel, los suyos perecen de hambre y de frio, o se prostituyen o roban para no morir de hambre.
 
¿Podrá decir Pedro que la Autoridad es buena para los pobres?
III
Santiago, contentísimo, se despide de su compañera. Va a pedir al dueño de la hacienda la parte que, como mediero, le corresponde de la abundante cosecha que se ha levantado. El hacendado saca libros, apuntes, notas, vales, y, después de hacer sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, dice a su mediero: Nada te debo; por lo contrario, tú me debes a mí por provisiones ropa. leña, etc.
El mediero protesta, y ocurre a un juez pidiéndole justicia. El juez revisa los libros, apuntes, notas, vales, y hace sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, y condena al mediero a pagar su deuda al hacendado, y a pagar las costas y gastos del juicio. La compañera, contentísima, sale a encontrar a Santiago con el hijo menor en brazos, creyendo que traerá bastante dinero, pues la cosecha ha sido espléndida; pero palidece al ver que corren abundantes lágrimas por las tostadas mejillas del noble trabajador, que llega con las manos vacías y el corazón hecho pedazos. El hacendado había hecho las cuentas del Gran Capitán, y el juez se había puesto, como siempre, del lado del fuerte.
¿Podría decir Santiago que la Autoridad es buena para los pobres?
IV
En la pequeña estancia, saturada la atmósfera de humo de petróleo y de tabaco, Martín, el inteligente agitador obrero, dirige la palabra a sus compañeros. No es posible tolerar por más tiempo la inicua explotación de que somos objeto -dice Martín echando hacia atrás la cabeza melenuda y bella como la de un león-. Trabajamos doce, catorce y hasta dieciséis horas por unos cuantos centavos; se nos multa con cualquier pretexto para mermar más aún nuestro salario de hambre; se nos humilla, prohibiéndosenos que demos albergue en nuestras miserables viviendas a nuestros amigos o a nuestros parientes, o a quien se nos dé la gana; se nos prohíbe la lectura de periódicos que tienden a despertarnos y a educarnos. No permitamos más humillaciones, compañeros; declarémonos en huelga, pidiendo aumento de salario y disminución de horas de trabajo, así como que se respeten las garantías que la Constitución nos concede.
 
Una salva de aplausos recibe las palabras del orador; se vota por la huelga; pero, al día siguiente, la población obrera sabe que Martín fue arrestado al llegar a su casa, y que hay orden de aprehensión contra algunos de los más inteligentes de los obreros. El pánico cunde, la masa obrera se resigna, vuelve a desplomarse y a ser objeto de humillaciones.
¿Podría decir Martín que la Autoridad es buena para los pobres?
V
Desde antes de rayar el alba, ya está Epifania en pie, colocando cuidadosamente, en un gran cesto, coles, lechugas, tomates, chile verde, cebollas, que recoge de su pequeño huerto, y, con la carga a cuestas, llega al mercado de la ciudad a realizar su humilde mercancía, con cuyo producto podrá comprar la medicina que necesita el viejo padre y el pan de que tienen necesidad sus pequeños hermanos. Antes de que Epifanía venda dos manojos de cebollas, se presenta el recaudador de las contribuciones exigiendo el pago en nombre del Gobierno, que necesita dinero para pagar ministros, diputados, senadores, jueces, gendarmes y carceleros. Epifanía no puede hacer el pago y su humilde mercancía es embargada por el Gobierno, sin que el llanto ni las razones de la pobre mujer logren ablandar el corazón del funcionario público.
 
¿Podría decir Epifanía que la Autoridad es buena para los pobres?
VI
¿Para qué sirve, pues, la Autoridad? Para hacer respetar la ley que, escrita por los ricos o por hombres instruidos, que están al servicio de los ricos, tiene por objeto garantizarles la tranquila posesión de las riquezas y la explotación del trabajo del hombre. En otras palabras: la Autoridad es el gendarme del Capital, y este gendarme no está pagado por el Capital, sino por los pobres.
 
Para acabar con la Autoridad debemos comenzar por acabar con el Capital. Tomemos posesión de la tierra, de la maquinaria de producción y de los medios de transportación. Organicemos el trabajo y el consumo en común, estableciendo que todo sea de la propiedad de todos, y entonces no habrá ya necesidad de pagar funcionarios que cuiden el capital retenido en unas cuantas manos, pues cada hombre y cada mujer serán, a la vez, productores y vigilantes de la riqueza social.
 
Mexicanos: Vuestro porvenir está en vuestras manos. Hoy que el principio de Autoridad ha perdido su fuerza por la rebeldía popular, es el momento más oportuno para poner las manos sobre la ley y hacerla pedazos; para poner las manos sobre la propiedad individual, haciéndola propiedad de todos y cada uno de los seres humanos que pueblan la República Mexicana. No permitamos, por lo tanto, que se haga fuerte un Gobierno. ¡A expropiar sin tardanza! Y si por desgracia sube algún otro individuo a la Presidencia de la República, ¡guerra contra él y los suyos!, para impedir que se haga fuerte, y, mientras tanto, a continuar la expropiación.

EL DERECHO DE PROPIEDAD

EL DERECHO DE PROPIEDAD
Ricardo Flores Magón
Entre todos los absurdos que la humanidad venera, éste es uno de los más grandes y es uno de los más venerados. El derecho de propiedad es antiquísimo, tan antiguo como la estupidez y la ceguedad de los hombres; pero la sola antigüedad de un derecho no puede darle el derecho de sobrevivir. Si es un derecho absurdo, hay que acabar con él no importando que haya nacido cuando la humanidad cubría sus desnudeces con las pieles de los animales.
El derecho de propiedad es un derecho absurdo porque tuvo por origen el crimen, el fraude, el abuso de la fuerza. En un principio no existía el derecho de propiedad territorial de un solo individuo. Las tierras eran trabajadas en común, los bosques surtían de leña a los hogares de todos, las cosechas se repartían a los miembros de la comunidad según sus necesidades. Ejemplos de esta naturaleza pueden verse todavía en algunas tribus primitivas, y aun en México floreció esta costumbre entre las comunidades indígenas en la época de la dominación española, y vivió hasta hace relativamente pocos años, siendo la causa de la guerra del Yaqui en Sonora y de los mayas en Yucatán, el acto atentatorio del despotismo de arrebatarles las tierras a esas tribus indígenas, tierras que cultivaban en común desde hacía siglos. 
El derecho de propiedad territorial de un solo individuo nació con el atentado del primer ambicioso que llevó la guerra a una tribu vecina para someterla a la servidumbre, quedando la tierra que esa tribu cultivaba en común, en poder del conquistador y de sus capitanes. Así por medio de la violencia; por medio del abuso de la fuerza, nació la propiedad territorial privada. El agio, el fraude, el robo más o menos legal, pero de todos modos robo, son otros tantos orígenes de la propiedad territorial privada. Después, una vez tomada la tierra por los primeros ladrones, hicieron leyes ellos mismos para defender lo que llamaron y llaman aún en este siglo su derecho, esto es, la facultad que ellos mismos se dieron de usar las tierras que habían  robado y disfrutar del producto de ellas sin que nadie los molestase. 
Hay que fijarse bien que no fueron los despojados los que dieron a esos ladrones el derecho de propiedad de las tierras; no fue el pueblo de ningún país quien les dio la facultad de apropiarse de ese bien natural, al que todos los seres humanos tenemos derecho. Fueron los ladrones mismos quienes, amparados por la fuerza, escribieron la ley que debería proteger sus crímenes y tener a raya a los despojados de posibles reivindicaciones. Este llamado derecho se ha venido trasmitiendo de padres a hijos por medio de la herencia, con lo que el bien, que debería ser común, ha quedado a la disposición de una casta social solamente con notorio perjuicio del resto de la humanidad, cuyos miembros vinieron a la vida cuando ya la tierra estaba repartida entre unos cuantos haraganes. 
El origen de la propiedad territorial ha sido la violencia, por la violencia se sostiene aún; pues que si algún hombre quiere usar un pedazo de tierra sin el consentimiento del llamado dueño, tiene que ir a la cárcel, custodiado precisamente por los esbirros que están mantenidos, no por los dueños de las tierras, sino por el pueblo trabajador, pues aunque las contribuciones salen aparentemente de los cofres de los ricos, éstos se dan buena maña para reembolsarse el dinero pagando salarios de hambre a los obreros o vendiéndoles los artículos de primera necesidad alto precio. Así, pues, el pueblo, con su trabajo, sostiene a los esbirros que le privan de tomar lo que le pertenece.
 Y si éste es el origen de la propiedad territorial, si el derecho de propiedad no es sino la consagración legal del crimen, solamente han conocido el sistema capitalista en que cada ser humano tiene que competir con los demás para llevarse a la boca un pedazo de pan. No tiranizaban los fuertes a los débiles, como ocurre bajo la civilización capitalista, en que los más bribones, los más codiciosos y los más listos tienen dominados a los honrados y los buenos. Todos eran hermanos en esas comunidades. Todos se ayudaban, y sintiéndose todos iguales, como lo eran realmente. No necesitaban  que la autoridad alguna vez velase por los intereses de los que tenían, temiendo posibles asaltos de los que no tenían. En estos momentos ¿para qué necesitan gobierno las comunidades del Yanqui, de Durango, del sur de México y de tantas otras regiones que han  tomado, en que se consideran iguales, con el mismo derecho a la madre Tierra? No necesitan de un jefe que proteja privilegios en contra de los que no tienen, pues todos son privilegiados. Desengañémonos, proletarios; el gobierno solamente debe existir cuando hay desigualdad económica. Adoptar, pues, todos, como guía moral, el Manifestó del 23 de septiembre de 1911.
Regeneración, 28 de marzo de 1914.

Dos revolucionarios

Dos revolucionarios
Ricardo Flores Magón

El revolucionario viejo y el revolucionario moderno se encontraron una tarde marchando en diferentes direcciones. El sol mostraba la mitad de su ascua por encima de la lejana sierra; se hundía el rey del día, se hundía irremisiblemente, y como si tuviera conciencia de su derrota por la noche, se enrojecía de cólera y escupía sobre la tierra y sobre el cielo sus más hermosas luces.
Los dos revolucionarios se miraron frente a frente: el viejo, pálido, desmelenado, el rostro sin tersura como un papel de estraza arrojado al cesto, cruzado aquí y allá por feas cicatrices, los huesos denunciando sus filos bajo el raído traje. El moderno, erguido, lleno de vida, luminoso el rostro por el presentimiento de la gloria, raído el traje también, pero llevando con orgullo, como si fuera la bandera de los desheredados, el símbolo de un pensamiento común, la contraseña de los humildes hechos soberbios al calor de una grande idea.
            —¿Adónde vas?, preguntó el viejo.
            —Voy a luchar por mis ideales, dijo el moderno; y tú, ¿a dónde vas?, preguntó a su vez.
            El viejo tosió, escupió colérico el suelo, echó una mirada al sol, cuya cólera del momento sentía él mismo, y dijo:   
            —Yo no voy; yo ya vengo de regreso.
            —¿Qué traes?   
            —Desengaños, dijo el viejo. No vayas a la revolución: yo también fui a la guerra y ya ves cómo regreso: triste, viejo, mal trecho de cuerpo y espíritu.
            El revolucionario moderno lanzó una mirada que abarcó el espacio, su frente resplandecía; una gran esperanza arrancaba del fondo de su ser y se asomaba a su rostro. Dijo al viejo:
            —¿Supiste por qué luchaste?
            Sí: un malvado tenía dominado el país; los pobres sufríamos la tiranía del Gobierno y la tiranía de los hombres de dinero. Nuestros mejores hijos eran encerrados en el cuartel; las familias, desamparadas, se prostituían o pedían limosna para poder vivir. Nadie podía ver de frente al más bajo polizonte; la menor queja era considerada como acto de rebeldía. Un día un buen señor nos dijo a los pobres: “Conciudadanos, para acabar con el presente estado de cosas, es necesario que haya un cambio de gobierno; los hombres que están en el Poder son ladrones, asesinos y opresores. Quitémoslos del Poder, elíjanme Presidente y todo cambiará”. Así habló el buen señor; en seguida nos dio armas y nos lanzamos a la lucha. Triunfamos. Los malvados opresores fueron muertos, y elegimos al hombre que nos dio las armas para que fuera Presidente, y nos fuimos a trabajar. Después de nuestro triunfo seguimos trabajando exactamente como antes, como mulos y no como hombres; nuestras familias siguieron sufriendo escasez; nuestros mejores hijos continuaron siendo llevados al cuartel; las contribuciones continuaron siendo cobradas con exactitud por el nuevo Gobierno y, en vez de disminuir, aumentaban;  teníamos que dejar en las manos de nuestros amos el producto de nuestro trabajo. Alguna vez que quisimos declararnos en huelga, nos mataron cobardemente. Ya ves cómo supe por qué luchaba: los gobernantes eran malos y era preciso cambiarlos por buenos. Y ya ves cómo los que dijeron que iban a ser buenos, se volvieron tan malos como los que destronamos. No vayas a la guerra, no vayas. Vas a arriesgar tu vida por encumbrar a un nuevo amo.  
 
            Así habló el revolucionario viejo; el sol se hundía sin remedio, como si una mano gigantesca le hubiera echado garra detrás de la montaña. El revolucionario moderno se sonrió, y repuso:
            —¿Compañero: voy a la guerra, pero no como tú fuiste y fueron los de tu época. Voy a la guerra, no para elevar a ningún hombre al Poder, sino a emancipar mi clase. Con el auxilio de este fusil obligaré a nuestros amos a que aflojen la garra y suelten lo que por miles de años nos han quitado a los pobres. Tú encomendaste a un hombre que hiciera tu felicidad; yo y mis compañeros vamos a hacer la felicidad de todos por nuestra propia cuenta. Tú encomendaste a notables abogados y hombres de ciencia el trabajo de hacer leyes, y era natural que las hicieran de tal modo que quedaras cogido por ellas, y, en lugar de ser instrumento de libertad, fueron instrumento de tiranía y de infamia. Todo tu error y el de los que, como tú, han luchado, ha sido ése: dar poderes a un individuo o a un grupo de individuos para que se entreguen a la tarea de hacer la felicidad de los demás. No, amigo mío; nosotros, los revolucionarios modernos, no buscamos amparos, ni tutores, ni fabricantes de ventura. Nosotros vamos a conquistar la libertad y el bienestar por nosotros mismos, y comenzamos por atacar la raíz de la tiranía política, y esa raíz es el llamado “derecho de propiedad”. Vamos a arrebatar de las manos de nuestros amos la tierra, para entregársela al pueblo. La opresión es un árbol; la raíz de este árbol es el llamado “derecho de propiedad”; el tronco, las ramas y las hojas son los polizontes, los soldados, los funcionarios de todas clases, grandes y pequeños. Pues bien: los revolucionarios viejos se han entregado a la tarea de derribar ese árbol en todos los tiempos; lo derriban, y retoña, y crece y se robustece; se le vuelve a derribar, y vuelve a retoñar, a crecer y a robustecer. Eso ha sido así porque no han atacado la raíz del árbol maldito; a todos les ha dado miedo sacarlo de cuajo y echarlo a la lumbre. Ves pues, viejo amigo mío, que has dado tu sangre sin provecho. Yo estoy dispuesto a dar la mía porque será en beneficio de todos mis hermanos de cadena. Yo quemaré el árbol en su raíz.

            Detrás de la montaña azul ardía algo: era el sol, que ya se había hundido, herido tal vez por la mano gigantesca que lo atraía al abismo, pues el cielo estaba rojo como si hubiera sido teñido por la sangre del astro.
            El revolucionario viejo suspiró y dijo:
            —Como el sol, yo también voy a mi ocaso. Y desapareció en las sombras.
            El revolucionario moderno continuó su marcha hacia donde luchaban sus hermanos por los ideales nuevos.
Regeneración, 4ta. época, núm. 18; 31 de diciembre de 1910; p. 3.

sábado, 10 de diciembre de 2016

¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD?

¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD?
RICARDO FLORES MAGÓN
I
Inclinado sobre el arado, regando con su sudor el surco que va abriendo, trabaja el peón, a la par que entona una de esas tristísimas canciones del pueblo, en las que parece condensarse, sumarse, toda la amargura que la injusticia social ha venido acumulando por siglos y siglos en el corazón de los humildes.
Trabaja el peón y canta, al mismo tiempo que piensa en el jacal donde los suyos le esperan para tomar, reunidos, la pobre cena. Su corazón se inunda de ternura pensando en sus hijitos y en su compañera, y, alzando la vista para observar la disposición del sol en aquel momento, con el fin de adivinar la hora que pueda ser, percibe, a lo lejos, una ligera nubecilla de polvo, que, poco a poco, se va haciendo más grande a medida que más se acerca al lugar en que él se encuentra.
 
Son soldados de caballería que se le aproximan y le preguntan: ¿Tú eres Juan?, y al recibir respuesta afirmativa, le dicen: Ven con nosotros; el Gobierno te necesita. Y allá va Juan, amarrado como un criminal, camino de la ciudad, donde le aguarda el cuartel, mientras los suyos quedan en el jacal encadenados a morirse de hambre o a robar y a prostituirse para no sucumbir.
¿Podría decir Juan que la Autoridad es buena para los pobres?
II
Hace tres días que Pedro recorre, ansioso, las calles de la ciudad en busca de trabajo. Es buen trabajador; sus músculos son de acero; en su rostro cuadrado, de hijo del pueblo, se refleja la honradez. En vano recorre la ciudad en todos sentidos pidiendo a lo señores burgueses que se tomen la molestia de explotar sus robustos brazos.
Por todas partes se le cierran las puertas; pero Pedro es enérgico y no desmaya, y, sudoroso, con los finos dientes del hambre destrozándole el estómago, ofrece, ofrece, ofrece sus puños de hierro, con la esperanza de encontrar un amo que, caritativamente, quiera explotarlos. Y mientras atraviesa la ciudad por la vigésima vez, piensa en los suyos que, como él, sufren hambre y le esperan ansiosos en la humilde pocilga, de la que están próximos a ser expulsados por el dueño de la casa, que no quiere esperar por más tiempo el pago de la renta.
 
Piensa en los suyos ... y, contraído dolorosamente el corazón, con las lágrimas próximas a rodar de sus ojos. aprieta el paso, pretendiendo encontrar amos, amos, amos ...
Un polizonte lo ha visto pasar, repasar y volver a pasar la calle en que está apostado guardando el orden público, y, tomándole por el cuello, lo conduce a la más cercana estación de policía, donde lo acusa de vagancia. Mientras él sufre en la cárcel, los suyos perecen de hambre y de frio, o se prostituyen o roban para no morir de hambre.
 
¿Podrá decir Pedro que la Autoridad es buena para los pobres?
III
Santiago, contentísimo, se despide de su compañera. Va a pedir al dueño de la hacienda la parte que, como mediero, le corresponde de la abundante cosecha que se ha levantado. El hacendado saca libros, apuntes, notas, vales, y, después de hacer sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, dice a su mediero: Nada te debo; por lo contrario, tú me debes a mí por provisiones ropa. leña, etc.
El mediero protesta, y ocurre a un juez pidiéndole justicia. El juez revisa los libros, apuntes, notas, vales, y hace sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, y condena al mediero a pagar su deuda al hacendado, y a pagar las costas y gastos del juicio. La compañera, contentísima, sale a encontrar a Santiago con el hijo menor en brazos, creyendo que traerá bastante dinero, pues la cosecha ha sido espléndida; pero palidece al ver que corren abundantes lágrimas por las tostadas mejillas del noble trabajador, que llega con las manos vacías y el corazón hecho pedazos. El hacendado había hecho las cuentas del Gran Capitán, y el juez se había puesto, como siempre, del lado del fuerte.
¿Podría decir Santiago que la Autoridad es buena para los pobres?
IV
En la pequeña estancia, saturada la atmósfera de humo de petróleo y de tabaco, Martín, el inteligente agitador obrero, dirige la palabra a sus compañeros. No es posible tolerar por más tiempo la inicua explotación de que somos objeto -dice Martín echando hacia atrás la cabeza melenuda y bella como la de un león-. Trabajamos doce, catorce y hasta dieciséis horas por unos cuantos centavos; se nos multa con cualquier pretexto para mermar más aún nuestro salario de hambre; se nos humilla, prohibiéndosenos que demos albergue en nuestras miserables viviendas a nuestros amigos o a nuestros parientes, o a quien se nos dé la gana; se nos prohíbe la lectura de periódicos que tienden a despertarnos y a educarnos. No permitamos más humillaciones, compañeros; declarémonos en huelga, pidiendo aumento de salario y disminución de horas de trabajo, así como que se respeten las garantías que la Constitución nos concede.
 
Una salva de aplausos recibe las palabras del orador; se vota por la huelga; pero, al día siguiente, la población obrera sabe que Martín fue arrestado al llegar a su casa, y que hay orden de aprehensión contra algunos de los más inteligentes de los obreros. El pánico cunde, la masa obrera se resigna, vuelve a desplomarse y a ser objeto de humillaciones.
¿Podría decir Martín que la Autoridad es buena para los pobres?
V
Desde antes de rayar el alba, ya está Epifania en pie, colocando cuidadosamente, en un gran cesto, coles, lechugas, tomates, chile verde, cebollas, que recoge de su pequeño huerto, y, con la carga a cuestas, llega al mercado de la ciudad a realizar su humilde mercancía, con cuyo producto podrá comprar la medicina que necesita el viejo padre y el pan de que tienen necesidad sus pequeños hermanos. Antes de que Epifanía venda dos manojos de cebollas, se presenta el recaudador de las contribuciones exigiendo el pago en nombre del Gobierno, que necesita dinero para pagar ministros, diputados, senadores, jueces, gendarmes y carceleros. Epifanía no puede hacer el pago y su humilde mercancía es embargada por el Gobierno, sin que el llanto ni las razones de la pobre mujer logren ablandar el corazón del funcionario público.
 
¿Podría decir Epifanía que la Autoridad es buena para los pobres?
VI
¿Para qué sirve, pues, la Autoridad? Para hacer respetar la ley que, escrita por los ricos o por hombres instruidos, que están al servicio de los ricos, tiene por objeto garantizarles la tranquila posesión de las riquezas y la explotación del trabajo del hombre. En otras palabras: la Autoridad es el gendarme del Capital, y este gendarme no está pagado por el Capital, sino por los pobres.
 
Para acabar con la Autoridad debemos comenzar por acabar con el Capital. Tomemos posesión de la tierra, de la maquinaria de producción y de los medios de transportación. Organicemos el trabajo y el consumo en común, estableciendo que todo sea de la propiedad de todos, y entonces no habrá ya necesidad de pagar funcionarios que cuiden el capital retenido en unas cuantas manos, pues cada hombre y cada mujer serán, a la vez, productores y vigilantes de la riqueza social.
 
Mexicanos: Vuestro porvenir está en vuestras manos. Hoy que el principio de Autoridad ha perdido su fuerza por la rebeldía popular, es el momento más oportuno para poner las manos sobre la ley y hacerla pedazos; para poner las manos sobre la propiedad individual, haciéndola propiedad de todos y cada uno de los seres humanos que pueblan la República Mexicana. No permitamos, por lo tanto, que se haga fuerte un Gobierno. ¡A expropiar sin tardanza! Y si por desgracia sube algún otro individuo a la Presidencia de la República, ¡guerra contra él y los suyos!, para impedir que se haga fuerte, y, mientras tanto, a continuar la expropiación.

EL DERECHO DE PROPIEDAD

EL DERECHO DE PROPIEDAD
Ricardo Flores Magón
Entre todos los absurdos que la humanidad venera, éste es uno de los más grandes y es uno de los más venerados. El derecho de propiedad es antiquísimo, tan antiguo como la estupidez y la ceguedad de los hombres; pero la sola antigüedad de un derecho no puede darle el derecho de sobrevivir. Si es un derecho absurdo, hay que acabar con él no importando que haya nacido cuando la humanidad cubría sus desnudeces con las pieles de los animales.
El derecho de propiedad es un derecho absurdo porque tuvo por origen el crimen, el fraude, el abuso de la fuerza. En un principio no existía el derecho de propiedad territorial de un solo individuo. Las tierras eran trabajadas en común, los bosques surtían de leña a los hogares de todos, las cosechas se repartían a los miembros de la comunidad según sus necesidades. Ejemplos de esta naturaleza pueden verse todavía en algunas tribus primitivas, y aun en México floreció esta costumbre entre las comunidades indígenas en la época de la dominación española, y vivió hasta hace relativamente pocos años, siendo la causa de la guerra del Yaqui en Sonora y de los mayas en Yucatán, el acto atentatorio del despotismo de arrebatarles las tierras a esas tribus indígenas, tierras que cultivaban en común desde hacía siglos. 
El derecho de propiedad territorial de un solo individuo nació con el atentado del primer ambicioso que llevó la guerra a una tribu vecina para someterla a la servidumbre, quedando la tierra que esa tribu cultivaba en común, en poder del conquistador y de sus capitanes. Así por medio de la violencia; por medio del abuso de la fuerza, nació la propiedad territorial privada. El agio, el fraude, el robo más o menos legal, pero de todos modos robo, son otros tantos orígenes de la propiedad territorial privada. Después, una vez tomada la tierra por los primeros ladrones, hicieron leyes ellos mismos para defender lo que llamaron y llaman aún en este siglo su derecho, esto es, la facultad que ellos mismos se dieron de usar las tierras que habían  robado y disfrutar del producto de ellas sin que nadie los molestase. 
Hay que fijarse bien que no fueron los despojados los que dieron a esos ladrones el derecho de propiedad de las tierras; no fue el pueblo de ningún país quien les dio la facultad de apropiarse de ese bien natural, al que todos los seres humanos tenemos derecho. Fueron los ladrones mismos quienes, amparados por la fuerza, escribieron la ley que debería proteger sus crímenes y tener a raya a los despojados de posibles reivindicaciones. Este llamado derecho se ha venido trasmitiendo de padres a hijos por medio de la herencia, con lo que el bien, que debería ser común, ha quedado a la disposición de una casta social solamente con notorio perjuicio del resto de la humanidad, cuyos miembros vinieron a la vida cuando ya la tierra estaba repartida entre unos cuantos haraganes. 
El origen de la propiedad territorial ha sido la violencia, por la violencia se sostiene aún; pues que si algún hombre quiere usar un pedazo de tierra sin el consentimiento del llamado dueño, tiene que ir a la cárcel, custodiado precisamente por los esbirros que están mantenidos, no por los dueños de las tierras, sino por el pueblo trabajador, pues aunque las contribuciones salen aparentemente de los cofres de los ricos, éstos se dan buena maña para reembolsarse el dinero pagando salarios de hambre a los obreros o vendiéndoles los artículos de primera necesidad alto precio. Así, pues, el pueblo, con su trabajo, sostiene a los esbirros que le privan de tomar lo que le pertenece.
 Y si éste es el origen de la propiedad territorial, si el derecho de propiedad no es sino la consagración legal del crimen, solamente han conocido el sistema capitalista en que cada ser humano tiene que competir con los demás para llevarse a la boca un pedazo de pan. No tiranizaban los fuertes a los débiles, como ocurre bajo la civilización capitalista, en que los más bribones, los más codiciosos y los más listos tienen dominados a los honrados y los buenos. Todos eran hermanos en esas comunidades. Todos se ayudaban, y sintiéndose todos iguales, como lo eran realmente. No necesitaban  que la autoridad alguna vez velase por los intereses de los que tenían, temiendo posibles asaltos de los que no tenían. En estos momentos ¿para qué necesitan gobierno las comunidades del Yanqui, de Durango, del sur de México y de tantas otras regiones que han  tomado, en que se consideran iguales, con el mismo derecho a la madre Tierra? No necesitan de un jefe que proteja privilegios en contra de los que no tienen, pues todos son privilegiados. Desengañémonos, proletarios; el gobierno solamente debe existir cuando hay desigualdad económica. Adoptar, pues, todos, como guía moral, el Manifestó del 23 de septiembre de 1911.
Regeneración, 28 de marzo de 1914.

Dos revolucionarios

Dos revolucionarios
Ricardo Flores Magón

El revolucionario viejo y el revolucionario moderno se encontraron una tarde marchando en diferentes direcciones. El sol mostraba la mitad de su ascua por encima de la lejana sierra; se hundía el rey del día, se hundía irremisiblemente, y como si tuviera conciencia de su derrota por la noche, se enrojecía de cólera y escupía sobre la tierra y sobre el cielo sus más hermosas luces.
Los dos revolucionarios se miraron frente a frente: el viejo, pálido, desmelenado, el rostro sin tersura como un papel de estraza arrojado al cesto, cruzado aquí y allá por feas cicatrices, los huesos denunciando sus filos bajo el raído traje. El moderno, erguido, lleno de vida, luminoso el rostro por el presentimiento de la gloria, raído el traje también, pero llevando con orgullo, como si fuera la bandera de los desheredados, el símbolo de un pensamiento común, la contraseña de los humildes hechos soberbios al calor de una grande idea.
            —¿Adónde vas?, preguntó el viejo.
            —Voy a luchar por mis ideales, dijo el moderno; y tú, ¿a dónde vas?, preguntó a su vez.
            El viejo tosió, escupió colérico el suelo, echó una mirada al sol, cuya cólera del momento sentía él mismo, y dijo:   
            —Yo no voy; yo ya vengo de regreso.
            —¿Qué traes?   
            —Desengaños, dijo el viejo. No vayas a la revolución: yo también fui a la guerra y ya ves cómo regreso: triste, viejo, mal trecho de cuerpo y espíritu.
            El revolucionario moderno lanzó una mirada que abarcó el espacio, su frente resplandecía; una gran esperanza arrancaba del fondo de su ser y se asomaba a su rostro. Dijo al viejo:
            —¿Supiste por qué luchaste?
            Sí: un malvado tenía dominado el país; los pobres sufríamos la tiranía del Gobierno y la tiranía de los hombres de dinero. Nuestros mejores hijos eran encerrados en el cuartel; las familias, desamparadas, se prostituían o pedían limosna para poder vivir. Nadie podía ver de frente al más bajo polizonte; la menor queja era considerada como acto de rebeldía. Un día un buen señor nos dijo a los pobres: “Conciudadanos, para acabar con el presente estado de cosas, es necesario que haya un cambio de gobierno; los hombres que están en el Poder son ladrones, asesinos y opresores. Quitémoslos del Poder, elíjanme Presidente y todo cambiará”. Así habló el buen señor; en seguida nos dio armas y nos lanzamos a la lucha. Triunfamos. Los malvados opresores fueron muertos, y elegimos al hombre que nos dio las armas para que fuera Presidente, y nos fuimos a trabajar. Después de nuestro triunfo seguimos trabajando exactamente como antes, como mulos y no como hombres; nuestras familias siguieron sufriendo escasez; nuestros mejores hijos continuaron siendo llevados al cuartel; las contribuciones continuaron siendo cobradas con exactitud por el nuevo Gobierno y, en vez de disminuir, aumentaban;  teníamos que dejar en las manos de nuestros amos el producto de nuestro trabajo. Alguna vez que quisimos declararnos en huelga, nos mataron cobardemente. Ya ves cómo supe por qué luchaba: los gobernantes eran malos y era preciso cambiarlos por buenos. Y ya ves cómo los que dijeron que iban a ser buenos, se volvieron tan malos como los que destronamos. No vayas a la guerra, no vayas. Vas a arriesgar tu vida por encumbrar a un nuevo amo.  
 
            Así habló el revolucionario viejo; el sol se hundía sin remedio, como si una mano gigantesca le hubiera echado garra detrás de la montaña. El revolucionario moderno se sonrió, y repuso:
            —¿Compañero: voy a la guerra, pero no como tú fuiste y fueron los de tu época. Voy a la guerra, no para elevar a ningún hombre al Poder, sino a emancipar mi clase. Con el auxilio de este fusil obligaré a nuestros amos a que aflojen la garra y suelten lo que por miles de años nos han quitado a los pobres. Tú encomendaste a un hombre que hiciera tu felicidad; yo y mis compañeros vamos a hacer la felicidad de todos por nuestra propia cuenta. Tú encomendaste a notables abogados y hombres de ciencia el trabajo de hacer leyes, y era natural que las hicieran de tal modo que quedaras cogido por ellas, y, en lugar de ser instrumento de libertad, fueron instrumento de tiranía y de infamia. Todo tu error y el de los que, como tú, han luchado, ha sido ése: dar poderes a un individuo o a un grupo de individuos para que se entreguen a la tarea de hacer la felicidad de los demás. No, amigo mío; nosotros, los revolucionarios modernos, no buscamos amparos, ni tutores, ni fabricantes de ventura. Nosotros vamos a conquistar la libertad y el bienestar por nosotros mismos, y comenzamos por atacar la raíz de la tiranía política, y esa raíz es el llamado “derecho de propiedad”. Vamos a arrebatar de las manos de nuestros amos la tierra, para entregársela al pueblo. La opresión es un árbol; la raíz de este árbol es el llamado “derecho de propiedad”; el tronco, las ramas y las hojas son los polizontes, los soldados, los funcionarios de todas clases, grandes y pequeños. Pues bien: los revolucionarios viejos se han entregado a la tarea de derribar ese árbol en todos los tiempos; lo derriban, y retoña, y crece y se robustece; se le vuelve a derribar, y vuelve a retoñar, a crecer y a robustecer. Eso ha sido así porque no han atacado la raíz del árbol maldito; a todos les ha dado miedo sacarlo de cuajo y echarlo a la lumbre. Ves pues, viejo amigo mío, que has dado tu sangre sin provecho. Yo estoy dispuesto a dar la mía porque será en beneficio de todos mis hermanos de cadena. Yo quemaré el árbol en su raíz.

            Detrás de la montaña azul ardía algo: era el sol, que ya se había hundido, herido tal vez por la mano gigantesca que lo atraía al abismo, pues el cielo estaba rojo como si hubiera sido teñido por la sangre del astro.
            El revolucionario viejo suspiró y dijo:
            —Como el sol, yo también voy a mi ocaso. Y desapareció en las sombras.
            El revolucionario moderno continuó su marcha hacia donde luchaban sus hermanos por los ideales nuevos.
Regeneración, 4ta. época, núm. 18; 31 de diciembre de 1910; p. 3.